Hace unos días partió mi hija. La despedida
fue corta, inusual, distinta y con sólo alguna lágrima perdida. Sin embargo, cuando
estuve a solas, lloré sin querer la sal de mi vida y la bronca de no entender
las vueltas de las horas.
Jose estaba tomando mate al sol cuando
llegué. Nos abrazamos y volví a llorar, otra vez, con esa facilidad con la que
últimamente lloro y que ya no me cuestiono.
Entramos, café y cigarrillo para mí, él
siguió con el mate. Nos sentamos e hicimos una mesa redonda de dos. Hablé. Él
me escuchó y “me escuché” yo también.
Casi no nos mirábamos, en realidad era un
monólogo dialogado en donde salieron, alborotados y despeinados, treinta años
de historia enredados entre el humo de varios cigarrillos y las miradas de
soslayo que, entre mate y mate, Jose me hacía para ver si podía hacer algo.
En algún momento levantamos la vista y
vimos que sobre la mesa y entre todo el revoltijo estaba mi “yo”, mi temido, altivo,
odiado y amado, pero desgastado, cansado y harto “yo”, erguido y sentado en el
medio del banco del carro y con las dos riendas en las manos.
Con mi hijo tratamos de desmenuzarlo e
intentamos cambiarlo por algunos verbos y sustantivos: orgullo, ego, necesidad,
responsabilidad, delegar, miedo, decisiones, tiempos, ruta, jaula, refugio y
hasta la picada de una montaña. También quisimos atenuarlo con adjetivos, pero fue
en vano, no pudimos, el señor estaba ahí y no hubo forma de ocultarlo.
Cambió todo en estos últimos años, cambió
todo tanto que cualquier cosa es demasiado. No me di cuenta de que al tomar
ciertas decisiones iba a sentirme indefensa y vulnerable, perdida y a la vez
presa y con la sensación de no tener un lugar físico adonde llegar para
descansar.
Vacié mi vida y mi casa, me despojé hasta
de mi cama para no cargarla, vendí, regalé, quemé y rompí todo lo que sentí que
pesaba y me quedé desnuda, entre la niñez y la vejez, con un montón de cosas
hechas y otro tanto por hacer.
Ya no dependo de mis tiempos y sé que tengo
que ceder una de las riendas, pero no sé cómo se hace porque siempre me eché el
morral al hombro, apreté los dientes y caminé delante de todos.
Tendría que sentarme un rato y dejarle paso
a los que vienen atrás, mi cuerpo me lo pide a gritos pero siento que si paro
no me levanto más.
Mis hijos ya están grandes y aunque jamás
les negué la palabra, ésta vez sentí que muchas me fueron dichas sin reparo y
que aprendieron a defender su metro cuadrado.
Me cuesta verlos, debo ser sincera, y es
que siento que los pierdo y me da miedo. La verdad es que todo es distinto cada
día aunque yo quiera detener un rato la calesita.
Hoy me planteo un montón de cosas. Sigo al
mando pero ya algunos se han bajado, se supone que el carro va liviano pero no
consideré que al haberse vaciado, el traqueteo y los saltos iban a ser tan
notorios que me iba a doler el alma en cada promontorio. Estoy en el medio de
la nada y una espada sobre mi cabeza pende de un hilo mientras en la única mesa
que queda en la casa hay mil cosas por resolver. Sé que no faltarán momentos en
donde quiera barrer todo con el brazo y desaparecer de la faz de la tierra de
un plumazo, pero hay una voz, certera y conocida, un susurro que nace del fondo
de mis tripas que hace que detenga la manija antes de tener que lamentarlo el
resto de mi vida.
Mi hijo me dijo que nacemos y morimos solos,
pero que en el medio necesitamos estar acompañados. Creo que por costumbre me
estoy resistiendo al cambio, porque mi
espalda da para todo y para todos pero yo detesto ser una carga. La línea es
muy delgada y siento que si cedo, me pierdo.
Mi gran desafío es el nosotros, es animarme
y correr el riesgo, es entender que puedo ser la rezagada de la manada y que
eso no significa nada.
Mi tesoro son 46 años de duro caminar
cuesta arriba y estar viva, aunque ya no me quede resuello y esté arrastrándome
con los codos por el suelo.
Lo que me pasa es simple e inocultable, la
sensibilidad ya duele y no me acostumbro al nudo en la garganta permanente.
Sé que va a llegar el momento en donde pueda sentarme a ver crecer el pasto,
pero se hace largo y voy descalza, mis zapatos volaron hace rato y aunque mi
cuerpo siga andando, mi alma se está cansando y las riendas se me están
escapando de las manos.
Por primera vez en mi vida soy consciente
de que no sé lo que me espera ni hacia donde voy. No tengo planes ni
estructuras, las paredes de mi casa fueron traspasadas y caminadas por decenas
de personas. Todos saben qué perfume uso, de qué color es la cortina de mi baño
y que colecciono latas.
Me siento desprotegida, demasiado abierta y
cada susurro que escucho me ataca aunque sólo sean palabras.
Ésta es la transición más difícil de mi
vida, el momento en donde, veintitantos años después, vuelvo al punto de partida.
Nada puedo suponer, cada día sé menos que
cuando me acosté, no hay nada escrito y no tengo forma de ver si adelante hay un
valle o una escalada.
Así y todo, me levanto cada mañana y trato
de dibujarle una sonrisa a mi cara.