Sale de la
casa envuelta en su chal, pero no es que haga frío sino que el frío la acompaña
desde hace rato y no sabe muy bien cómo hacer para sacárselo. Se queda parada apoyada
en la baranda con los brazos cruzados y los pies descalzos, uno sobre otro, en
descanso.
No hay mucho
que ver, es de noche y está oscuro, pero igual su mirada se dirige hacia “allá”
y “allá” es muy vago pero siente que es el lugar exacto.
Piensa, se
desliza, flota, trata de respirar. Está incómoda, incómoda adentro y con la
sensación de no pertenecer a su cuerpo.
Busca, pero
sigue sin encontrar el lugar físico en donde anclar, donde quiera que esté no
encuentra el espacio en donde ella y sus libros puedan caber. Se le erizan los
pelos de la nuca, siente el peligro de haber llegado a un punto crítico, en el
que inmune, todo le da lo mismo.
Son un cúmulo
de eventos que acarrea y no termina de soltar. Son los cambios que tiene que
masticar, son todas esas cosas que no pueden darse por sentadas y necesitan de
su constante “acomodar”. Son demasiadas, tal vez no tantas, pero en su hartazgo
y cansancio le llenan la canasta.
Parpadea y
entra. Se sienta y deja caer la cabeza. Ahí se queda, ni fuerza para levantarse
de vuelta.
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