Debo aclarar que este relato lo escribí el 10 de
junio.
Hoy llegué a
casa. Colgué la campera, guardé la cartera y las alpargatas y abrí todas las
cortinas. Me hice un café, prendí el primer cigarrillo del día y me senté. Mi
hijo no estaba y como viene pasando desde hace tiempo, sentí que el techo me
pesaba. Se llenó de pensamientos la cocina, y yo de sensaciones encontradas.
Levanté la
vista, hasta ese momento incrustada, y vi que un vacío muerto, mantenido hasta el
último suspiro y arrastrado sin sentido por mi cuerpo, se dibujó en el aire, trazo a trazo hasta hacerse prístino.
Seguí mirando
y sintiendo, latiendo cada rincón, y lo mismo se me mostró.
Logré al fin entender
el ahogo, las lágrimas, la desesperación, el maldito frío, el gris
eterno, la melodía desentonada, la incomodidad de no poder respirar, el desgano
de mis tacos, el agua revuelta y el dolor constante, inmisericorde y amargo, de
la paciencia.
Sé que rumiar
es un desgaste, pero cerrar me lleva tiempo. Son mis tripas las que deciden que
es momento de patear el tablero, son ellas las que me dan la fuerza y me dicen
con certeza que es momento de barrer con todo y hacerle jaque a la reina.
Hoy, a casi
veinte días de haber escrito esto, agrego que lo que sigue es desconocido y
distinto, y que lo que vislumbré esa mañana, sentada en la cocina de mi casa,
no fue ni remotamente un delirio mío
fue oxígeno
1 comentario:
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