Voy, estoy
yendo, ya casi llego. No voy porque quiero, estoy yendo por inercia. ¿Llego? Y…
no sé, por eso puse “ya casi”, porque no sé si la inercia alcance.
¿Susto? Un
poco sí, esto de que la vida maneje mi carro para mí es raro, por eso voy
sentada así como dura y calculando, pero sólo por si tengo que bajarme de un
salto.
Ya no tengo
mandíbulas ni espalda de humana, de acero son ambas, de ese metal plateado y
brilloso en el que a veces, también, se convierten mis ojos.
¿Cansancio?
Tal vez algo, pero es más como haber bajado los brazos ¡bah! Es una mezcla, un
cóctel sin nombre de “varios”.
Una locura
sana me persigue, una locura desvariada y considerada, una locura que hace que tenga
que anotar todo y no me acuerde de nada, una locura que me avisa que estoy en
el tope tocando fondo, una locura que me mantiene a flote, una locura razonable
que le pone nafta a mi inercia y hace que yo siga sentadita en el borde del
asiento y con todos los músculos tensos por si tengo que pegar el salto para
que el “casi” quede resuelto.
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