23 de julio de 2013

Los fuegos

Cuando sentada en la cocina de mi casa aquel diez de junio, decidí darle al “antes” un final, me dispuse a revisar todo lo que “prolijamente olvidado” había guardado ni yo sé a qué destino destinado.
De muchas de esas cosas me desprendí sin más trámite que un “ya fue”, pero con otras dudé y hete aquí que mientras la pila de lo que se iba crecía, la de lo que se quedaba no se achicaba, hasta que llegó el momento en donde no había más “lo que se iba” y no tuve más remedio que enfrentarme con la que se quedaba. Parada en la cocina reconocí que estaba en un atolladero y que más vueltas no iban a resolverlo.
Nada mejor para estos casos que la contundente y certera bala entre los ojos de mi hijo mayor, a quien recurrí  explicándole en un par de palabras lo que me pasaba. Su contestación fue concluyente: “Dáselas al fuego, son tus cosas, a vos te corresponde el entierro.”
Entonces me senté frente a la chimenea, íntima y serena, y en reverente ritual convertí en cenizas todo aquello que había acumulado durante años. Se fueron entre lenguas de fuego desde dibujos de mi infancia hasta fotos y cartas, partieron citas y poesías que con paciencia y hermosa letra había escrito en tinta china y cuadernos repletos de lágrimas y penas. En polvo gris se convirtieron libros enteros, sobres con recortes, lápices de colores, agendas obsoletas, cestas, flores secas, música, nombres, muchas caras y algunas viejas cuentas.
Entendí durante el fuego que no necesitaba una muñeca para recordar a mi padre, ni la fotocopia de una mano para pensar en mi hermano, ni un chupete rosa para sonreírle a mi hija, ni un dibujo de líneas rectas y colores para sentir a mi madre, ni un te amo dibujado para mirar a mi hijo menor y menos un gancho celeste para volver a parir al mayor.

Solo sé dos cosas con seguridad: una es que voy a morir y la otra es que adentro mío hay cuarenta y seis años que no puedo volver a tocar y que, intransferibles, son imposibles de olvidar. 

19 de julio de 2013

Humo

Es temprano y tengo algo de tiempo. Afuera brillan diamantes de escarcha y sobre el agua, una bruma blanca hace “fiaca” mientras espera que el sol la saque de la cama.
Desde hace días siento que un silencio suave y blando se cierne sobre mis manos, tal parece que a mi alma se le cerraron las páginas y yo me quedé sin palabras. Es por eso que se me hace cuesta arriba la hoja en blanco, pero es costumbre de ambas llamarnos y así es como nos sentamos, las dos en el mismo banco, cruzamos las piernas y entre café y café “con-jugamos”.
Últimamente se me están haciendo escasos los segundos para sumergirme en mí misma, pero no me he perdido, sé que este “nadar afuera” es la bocanada de aire que necesito para afinar la orquesta, para que la desesperación mute, para que la paciencia descanse, para que el camino se despeje, para que la luz me muestre, para que las cortinas se abran, para que caminar descalza no duela, para que el frío se derrita y para juntar los pedazos de mí que han quedado regados por ahí.

Hoy ya estoy sentada en la otra orilla y, junto a lo poco que ha ido a la par, estoy viendo cómo se termina de quemar, junto a los maderos del puente que acabo de cruzar, todo lo demás.

13 de julio de 2013

Eco

Entro. La casa está vacía. Paseo los espacios y no hay ladridos ni risas, sólo escucho el eco de mis pasos que confirman que los recuerdos no están escritos en un ladrillo, sino adentro de mis bolsillos.
La verdad es que no siento el dolor la partida, pero debe ser porque raramente me fui yendo sin irme con el cansancio de los días.
Hoy estoy sentada en “otra mi casa”, sola pero acompañada, tengo las piernas cruzadas y descansan sobre la mesa la taza de café vacía y el cenicero lleno de colillas. La luz que entra por los ventanales ilumina mis manos y la lluvia bendita toca monótona una melodía que hace que de a poco mi alma tullida vaya despertando de nuevo a la vida.

Se fueron hace unos días más de veinticinco años de historia
  y algo así como mil vueltas alrededor de la tierra
de pasos en la cocina.
Me llevo entre la ropa
las lágrimas de escuchar aletear fuera del nido a mis crías
las de ver partir para siempre a mis negros
y las de haber echado al río dos sortijas.
Se quedan en los rincones
los susurros de conversaciones dolorosas
la toma de duras decisiones estando sola
y las risas más hermosas de hasta acá esta historia.

Hoy la casa es la cáscara de la jugada más larga,
es la mitad de mi vida cerrada
y el jaque a la reina que tanto esperaba.

1 de julio de 2013

Escombros e historia

Hace mucho que me estoy vaciando, varios años, nueve para ser exacta. Empecé afuera, intercalé con el adentro y navegué entremedio. Hubo momentos de oleaje intenso, otros fueron menos densos pero los cambios se notaron hasta en mi cuerpo. Las huellas son imposibles de ocultar, tengo marcados a fuego la piel y los huesos, pero mi alma, cansada y algo silenciosa, está intacta.
Cada día, desde la decisión del cierre, estoy menos llena de “cosas”, tirando los últimos lastres por la borda y desatando los cabos que me mantuvieron detenida en este puerto gastado y deshabitado, otrora mi refugio y mi nido, ahora vacío.
Parto casi sin nada, muy poco es lo que me llevo, en un ladrillo no están los recuerdos. Ellos viajarán en mis bolsillos adonde quiera que vaya y serán míos hasta que dé el último suspiro.
La puerta del “antes” rezonga mientras se cierra, como rezongan a cada paso mis piernas cansadas, mi espalda anquilosada y mis manos paspadas.

Algunas lágrimas ruedan por mis mejillas
y mis ojos verdes brillan
pero una mano cálida me sostiene,
es la otra mitad de mi vida.