20 de febrero de 2013

Enjaulada y perdida


Hace unos días partió mi hija. La despedida fue corta, inusual, distinta y con sólo alguna lágrima perdida. Sin embargo, cuando estuve a solas, lloré sin querer la sal de mi vida y la bronca de no entender las vueltas de las horas.
Jose estaba tomando mate al sol cuando llegué. Nos abrazamos y volví a llorar, otra vez, con esa facilidad con la que últimamente lloro y que ya no me cuestiono.
Entramos, café y cigarrillo para mí, él siguió con el mate. Nos sentamos e hicimos una mesa redonda de dos. Hablé. Él me escuchó y “me escuché” yo también.
Casi no nos mirábamos, en realidad era un monólogo dialogado en donde salieron, alborotados y despeinados, treinta años de historia enredados entre el humo de varios cigarrillos y las miradas de soslayo que, entre mate y mate, Jose me hacía para ver si podía hacer algo.
En algún momento levantamos la vista y vimos que sobre la mesa y entre todo el revoltijo estaba mi “yo”, mi temido, altivo, odiado y amado, pero desgastado, cansado y harto “yo”, erguido y sentado en el medio del banco del carro y con las dos riendas en las manos.
Con mi hijo tratamos de desmenuzarlo e intentamos cambiarlo por algunos verbos y sustantivos: orgullo, ego, necesidad, responsabilidad, delegar, miedo, decisiones, tiempos, ruta, jaula, refugio y hasta la picada de una montaña. También quisimos atenuarlo con adjetivos, pero fue en vano, no pudimos, el señor estaba ahí y no hubo forma de ocultarlo.

Cambió todo en estos últimos años, cambió todo tanto que cualquier cosa es demasiado. No me di cuenta de que al tomar ciertas decisiones iba a sentirme indefensa y vulnerable, perdida y a la vez presa y con la sensación de no tener un lugar físico adonde llegar para descansar.
Vacié mi vida y mi casa, me despojé hasta de mi cama para no cargarla, vendí, regalé, quemé y rompí todo lo que sentí que pesaba y me quedé desnuda, entre la niñez y la vejez, con un montón de cosas hechas y otro tanto por hacer.
Ya no dependo de mis tiempos y sé que tengo que ceder una de las riendas, pero no sé cómo se hace porque siempre me eché el morral al hombro, apreté los dientes y caminé delante de todos.
Tendría que sentarme un rato y dejarle paso a los que vienen atrás, mi cuerpo me lo pide a gritos pero siento que si paro no me levanto más.

Mis hijos ya están grandes y aunque jamás les negué la palabra, ésta vez sentí que muchas me fueron dichas sin reparo y que aprendieron a defender su metro cuadrado.
Me cuesta verlos, debo ser sincera, y es que siento que los pierdo y me da miedo. La verdad es que todo es distinto cada día aunque yo quiera detener un rato la calesita.
Hoy me planteo un montón de cosas. Sigo al mando pero ya algunos se han bajado, se supone que el carro va liviano pero no consideré que al haberse vaciado, el traqueteo y los saltos iban a ser tan notorios que me iba a doler el alma en cada promontorio. Estoy en el medio de la nada y una espada sobre mi cabeza pende de un hilo mientras en la única mesa que queda en la casa hay mil cosas por resolver. Sé que no faltarán momentos en donde quiera barrer todo con el brazo y desaparecer de la faz de la tierra de un plumazo, pero hay una voz, certera y conocida, un susurro que nace del fondo de mis tripas que hace que detenga la manija antes de tener que lamentarlo el resto de mi vida.

Mi hijo me dijo que nacemos y morimos solos, pero que en el medio necesitamos estar acompañados. Creo que por costumbre me estoy  resistiendo al cambio, porque mi espalda da para todo y para todos pero yo detesto ser una carga. La línea es muy delgada y siento que si cedo, me pierdo.
Mi gran desafío es el nosotros, es animarme y correr el riesgo, es entender que puedo ser la rezagada de la manada y que eso no significa nada.
Mi tesoro son 46 años de duro caminar cuesta arriba y estar viva, aunque ya no me quede resuello y esté arrastrándome con los codos por el suelo.
Lo que me pasa es simple e inocultable, la sensibilidad ya duele y no me acostumbro al nudo en la garganta permanente.
Sé que va a llegar el momento  en donde pueda sentarme a ver crecer el pasto, pero se hace largo y voy descalza, mis zapatos volaron hace rato y aunque mi cuerpo siga andando, mi alma se está cansando y las riendas se me están escapando de las manos.
Por primera vez en mi vida soy consciente de que no sé lo que me espera ni hacia donde voy. No tengo planes ni estructuras, las paredes de mi casa fueron traspasadas y caminadas por decenas de personas. Todos saben qué perfume uso, de qué color es la cortina de mi baño y que colecciono latas.
Me siento desprotegida, demasiado abierta y cada susurro que escucho me ataca aunque sólo sean palabras.

Ésta es la transición más difícil de mi vida, el momento en donde, veintitantos años después, vuelvo al punto de partida.
Nada puedo suponer, cada día sé menos que cuando me acosté, no hay nada escrito y no tengo forma de ver si adelante hay un valle o una escalada.
Así y todo, me levanto cada mañana y trato de dibujarle una sonrisa a mi cara.

2 comentarios:

Adriana Fernandez dijo...

Es una confesión?
Es un autoretrato?
Es una sesión de diván?
Es una tarde en la peluquería?

La vida, querida Amalia, nos exige darnos permiso. Permiso para construir nuestro yo, y permiso para destruirlo. Cualquier estructura puede venirse abajo. Mejor si lo hacemos nosotros mismos. Date permiso. Podés reinventarte cuantas veces quieras. Los cimientos no se tiran abajo, hay que desenterrarlos. Así que tranquila, tu esencia no se pierde por una mera destrucción.

Lau dijo...

No tengo recetas.
No tengo antìdoto.
Vos me enseñaste a no oponer resistencia, me enseñaste a soltar y dejar pasar.
Querìa decìrtelo.
Vos me enseñaste que una lágrima puede cortar con el filo de un cuchillo.
Respirè profundo y el aire trajo calma.
Te quiero prima.