27 de abril de 2014

Y... ¿A ver?

A ver, me detengo un minuto. Suspiro obligado. No me siento, no hay en dónde. Me quedo parada con las manos a los costados y mirando para todos lados.
¿Incómoda? Sí, en verdad es la más pura incomodidad de un silencio que más que silencio son palabras ya desechas de tan masculladas que están.
¿Qué hago? Es lo que me pregunto y lo que no me puedo contestar porque la contestación no está, ni acá ni más allá. Es como si la pregunta estuviera en la boca de un pececito que da vueltas en un bol de vidrio.
Aviso: sigo con las manos a los costados, mirando para todos lados y sin un lugar en donde descansar.
Y si tiro la pregunta ¿desaparecerá? Ojalá así fuera, pero tal parece que sólo porque a mí se me ocurra las cosas no se desvanecen.
Juro que he tratado de esconder la sensación, la impotencia y las lágrimas y hasta me he hecho la distraída, pero la cosa insiste con obstinada porfía. Hacer pasar a un elefante por el ojo de una cerradura sería más fácil que olvidar, a esta provecta edad, lo que quiero saber para solucionar este molesto, y valga la redundancia, molestísimo malestar.
Aviso que acá sigo. Parada. Manos a los costados, más que buscando, más que esperando y todavía sin encontrar.

Respuesta

Y después de meses descubrí que la solución estribaba en no preguntármelo más y dejar las cosas así como están.

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