A ver, me
detengo un minuto. Suspiro obligado. No me siento, no hay en dónde. Me quedo
parada con las manos a los costados y mirando para todos lados.
¿Incómoda? Sí,
en verdad es la más pura incomodidad de un silencio que más que silencio son
palabras ya desechas de tan masculladas que están.
¿Qué hago? Es lo que me pregunto y lo que no
me puedo contestar porque la contestación no está, ni acá ni más allá. Es como si
la pregunta estuviera en la boca de un pececito que da vueltas en un bol de vidrio.
Aviso: sigo
con las manos a los costados, mirando para todos lados y sin un lugar en donde descansar.
Y si tiro la
pregunta ¿desaparecerá? Ojalá así fuera, pero tal parece que sólo porque a mí
se me ocurra las cosas no se desvanecen.
Juro que he tratado
de esconder la sensación, la impotencia y las lágrimas y hasta me he hecho la
distraída, pero la cosa insiste con obstinada porfía. Hacer pasar a un elefante
por el ojo de una cerradura sería más fácil que olvidar, a esta provecta edad,
lo que quiero saber para solucionar este molesto, y valga la redundancia, molestísimo
malestar.
Aviso que acá
sigo. Parada. Manos a los costados, más que buscando, más que esperando y
todavía sin encontrar.
Respuesta
Y después de
meses descubrí que la solución estribaba en no preguntármelo más y dejar las
cosas así como están.
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