Hoy venía en
la ruta, en una mezcla de montañas, bosque y estepa. La oscuridad era total, el
cielo lleno de estrellas y la vida todavía dormía aunque faltaba poco para
despertar.
Y entre esas
subidas y bajadas, el paso como diapositivas de paisajes cambiantes, la niebla
y el cielo despejado, se me ocurrió que no sólo puede parecerse la vida a un
río, como siempre digo, sino también a una noche cerrada entre valles y
escaladas.
No hubo en
todo el camino un kilómetro igual al otro, cada minuto era otra foto, la niebla
aparecía y desaparecía con cada pestañeo de ojos, el color del asfalto mutaba
del negro al gris topo, las piedritas de la banquina brillaban o se esfumaban,
tocadas por esa varita mágica de la neblina que me abrazaba y al mismo tiempo
me ahogaba.
Fue la
sensación de la vida misma, esa dualidad arbitraria que poco se entiende y que
a la vez hace que irónicamente encajen perfecto mil universos imperfectos y se
sincronicen en una armonía invisible e intocable, haciendo que ahora esté
tratando de explicar lo que sentí esta mañana, buscando una forma contarlo, tal
vez con alguna paradoja, pero cayendo al fin en la cuenta de que no me
convencen los trueques semánticos, o no por lo menos en este caso.
Concluyo que
en vano busco, en cada relato, la forma de transferir lo que siento o la manera
de ver las cosas que tengo. Pero invariablemente me queda la eterna sensación de
haber olvidado algo, de no haber sido lo suficientemente gráfica o de no haber
dibujado con esmero puntilloso cada espacio para que aquel que lea mis líneas
se sienta del todo identificado y pueda ver en toda dimensión, mi cuadro.
Escrito en Mayo de 2013
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