6 de abril de 2015

Cortinas

Hace muchos años descubrí que el rencor era hijo directo e indiscutible del enojo y que la ira o furia con sustancia, como suelo llamarla, es simplemente la otra cara de la calma. Ustedes podrían decirme, al igual que el diccionario, que son lo mismo pero es acá en donde yo me detengo y los diferencio, tildando al enojo como un tibio intermedio que uno deposita en los otros y a la ira como al más voraz de los incendios que sucede en terreno propio.
Ahora voy a contarles una infidencia, como soy rencorosa hasta la médula y no puedo manejarla, un día decidí asesinar al padre para que no escociera mis entrañas su descendencia, por eso a partir de ahí lo único que me permito vivir con conciencia es la ira, aunque de vez en cuando y sin mi anuencia el enojo pase como una exhalación a hacer un rápido acto de presencia y me deje, como un trompo, dando alguna que otra vuelta.
He escrito mucho acerca de ese fuego que me consume el alma y lo he vivido hasta quedar sin aire así como he vivido la desesperación que implica esperar que la vida me muestre y me lleve a ese bendito lugar en el que la calma hace acto de presencia y con nitidez prístina se da vuelta la moneda.
Sé que no hay nada más terrible que las llamas del infierno ardiendo en mi propio centro pero debo reconocer que el ruido que hace la cortina, cuando de un momento a otro toca fondo, es en mi universo el sonido más melodioso de todos.

No hay comentarios: