Hace un tiempo
me despedí, me fui y la dejé sentada en sus escalones blancos con la brisa
acariciando su pelo largo y la cara apoyada en sus hermosas manos. Partí
pensando en no volverla a ver y anuncié que iba a intentar desnudarme yo sola,
pero para no desnudarnos a ambas.
Con las manos
en los bolsillos me alejé sin voltear para mirarla y Ella se quedó ahí, sin
inmutarse y sin siquiera una palabra.
Creí que con
el tiempo iba a olvidarla hasta que me di cuenta que, cada tanto, un susurro me
traía su intención en algún relato. Escribía en tercera persona, la nombraba
sin darme cuenta y hasta se me escapó ese “estar sentada y con las piernas
cruzadas” que en algún párrafo debe estar dando vueltas porque me resistí a
borrarlo.
La extraño,
extraño los anteojos negros, el ruido de los tacos en las esquinas solitarias, el
silencio de las noches de lluvia, la taza vacía, la brisa salada, los
almohadones color naranja y ese risueño andar descalza en la arena, cansino y
suelto, que tanto quiero.
La verdad es
que hay días en los que la necesito para no quedar tan despedazada, para sentir
que no siento sola y para que me ayude a juntar todo lo que se desparrama sin tener
que explicarle nada.
(Creo que en un punto Ella es lo que yo
quisiera.
Es ponerme los vestidos blancos que no uso
es caminar la arena que no piso
es el silencio que no tengo
y es también rozar la locura de este invento
que sabemos las dos es algo cierto.)
Vuelvo sí, estoy
volviendo y Ella me está esperando.
No hay un día
para el encuentro ni un momento fijado, sólo Ella y yo, cinco escalones
gastados y cuatro pies descalzos.