A veces el camino se estrecha y se hace escarpada abrupta
y de los abismos negros que me abrazan, un aliento gélido tensiona mi nuca al
tiempo que el sol liba negrura y cualquier posibilidad de articular palabra se
esfuma.
Observo estos instantes con infinita paciencia porque sé
que mi péndulo, que otrora oscilaba peligrosamente y golpeaba los extremos con
una rudeza insoportable, hoy dibuja en el aire un ir y venir tranquilo, equilibrado y constante.
Entiendo que fue descubrir, muchas veces doblada de dolor, que
todo lo que con “vehemencia demente afirmaba y defendía” era sólo el pequeño
mundo en el que ciega me movía, el único que yo “creía” que existía lo que me
hizo sentir tanto abrumada como maravillada. Abrumada porque mi vida dio un
giro de ciento ochenta grados y maravillada porque se dibujó un universo de
infinitas posibilidades justo en donde el giro me dejó parada.
Hoy sigue “no siendo fácil”, la inercia de cincuenta años
hace que muchas veces la tortuga se me escape y sin darme cuenta vuelva a meter
los pies en ese pequeño terreno que yo “creía” era el mundo entero.
Y aunque recorrer este camino, vestida sólo con esa
sonrisa que no hace mucho me hice a mí misma tiene sus bemoles, encuentro que
el tesoro está al final del día cuando me acuesto y escucho que la orquesta
suena afinadísima.
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