21 de junio de 2014

Inexplicablemente

No sé porqué me sigue persiguiendo este tema. Después de “Explicaciones” y “Sin explicaciones”, este es el tercer relato que le dedico a este círculo casi vicioso que me hociquea, obsecuente y obstinado, y me obliga a repasarlo una y otra vez, como si fuera el único corsario que queda en pie en mi barco.
Cuando escribí el primero sentí que estaba cansada de darlas y creí que hasta ahí llegaba. Poco tiempo después y al releerlo, me di cuenta de que a pesar del cansancio seguía dándolas, algo así como que no había llegado a eso de “estar harta de estar harta”.
Quiero creer que tiene que ver con no haber puesto aun totalmente en marcha el “estar sin estar” o el formar parte del mundo pero no pertenecer.
A colación de esto mucho tiene que ver el “no esfuerzo” del silencio, el poder que tiene la ausencia de palabras y el camino que esta ausencia le abre a todos los otros sentidos.
Hablar envicia, atonta y ciega. Cuando uno habla se reduce casi a la nada la capacidad de sentir y de percibir al otro y a cuanto nos rodea. Por el contrario, el silencio nos regala todo lo que no le pertenece al habla y gentilmente anula el pensamiento, permitiéndonos interpretar casi en su totalidad lo que se esconde entrelíneas y también lo que nos da la vida.
Muchas veces uno siente la necesidad de llenar el vacío que produce el silencio por creerlo incómodo, cuando en realidad lo que incomoda es estar con uno mismo y es allí en donde inmediatamente la mente pone en marcha la maquinaria de la lengua, alejándonos de nosotros y restando miles de horas que están contadas desde que nacemos, sólo por ocuparnos del resto o lo que es peor aún, para justificar y darle sustancia a todo cuanto hacemos.
En suma, insisto en que las explicaciones huelgan y que urge el silencio pero también debo decir que gracias a ellas va saliendo todo esto.

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