Ando incómoda,
descolocada, ni acá ni allá, en el medio, sobra todo y nada alcanza, dislocada,
alborotada, alérgica, vulcanizada, combativa, callada, inquieta, mandíbulas
apretadas y manos crispadas.
Busco y no
encuentro, dejo y me olvido, salgo y me guardo y cuando me quedo no me hallo.
Ando caminando
un camino circular, distraída en mi laberinto personal, estudiando,
esperando, repasando, cuestionando, comparando y negándome a negociar.
Estoy posesionada
por la eterna posesión de la pertenencia, de las pocas y últimas pertenencias
que no hacen más que hundir sus raíces en mi alma ya raída cuando ilusa, había creído que ya no las tenía.
Maldita cuestión
“insolucionada” o hábilmente evitada que hace muchos años me fue señalada y por
lo visto celosamente guardada y que ahora y de un golpe certero me para en el
camino del “no poseo”.
Y a todo esto:
Un “ni” surge como respuesta a todo cuanto me
pregunto.
Un “ni” cuyo objetivo es sostenerme en vilo.
Un “ni” que me obliga a la reflexión y al sigilo.
Un “ni” sin compasión que me para hoy frente a mi
último y más duro bastión:
Mi amado y temido “yo”.
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