17 de diciembre de 2012

Superficie


Quisiera creer que estoy calma, es más, parezco calma, pero no es así. No hay nada en este mar que navego que se asemeje siquiera a la más remota calma.
Por momentos saco la cabeza del agua y logro ver el reflejo de lo que quiero, pero allá abajo soy un manojo de nervios que me llevan, inexorables, a apretar los dientes mientras duermo.
Soy una mujer de digestión y proceso lento y descubrí que no es cansancio lo que tengo, por eso hace unos días tiré la toalla, justo cuando la pelea se estaba tornando sangrienta y corría riesgo severo de muerte por insistencia.
Cuando sonó la campana acepté lo que pasaba, di la cosa por terminada y, sin miedo a la última estocada, bajé los brazos agotada, convencida de que no es momento de decidir y de que todavía tengo en el morral la suficiente porfía para resistir.
Todo tiene un costo y justo éste no es de los menos onerosos. La verdad es que estoy pagando, con la moneda más cara, un hermoso nudo en la garganta y la intranquilidad más destilada. Sólo me empuja el saber que aunque crea que todo está detenido, hay una razón para ello que ahora se me escapa y que veré más adelante, cuando recupere los remos y pueda hacerle a esto una hermosa martingala.

Sonrío mientras escribo, no voy a perder la sonrisa sólo porque las cosas se dibujen así de torcidas. Reconocer que seguir luchando originaría más marejada y horadaría mi vida tal cual hace con las piedras el agua, me da cierta ventaja.

Al dejar de pelear cerré una puerta, el saberme intranquila abrió otra. Colgué los guantes y estoy viendo lo que hay, ya casi sin sangre en los ojos y recuperando el aliento de a poco.

1 comentario:

Adriana Fernandez dijo...

Los que tienen dios, dicen que el fulano aprieta pero no ahorca. Abra la puerta nomás, del otro lado siempre hay una sorpresa.