Si en mi vida hay una hora rara para escribir es ésta. Mediodía.
Paso del cuaderno en el que escribo a diario, al teclado. Tal vez toca exorcizar, tal vez no, pero no lo sé. Así estoy hoy.
Los cincuenta y nueve casi están acá y me estoy replanteando la otra mitad de mi vida.
Filosofo en silencio, que es algo así como cambiar de lugar los pensamientos, lo que siento, lo que “emociono”, lo que me pasa, lo que pasa.
Es como que soy una gran biblioteca, toda yo, a la que accedo para reacomodar los mismos libros constantemente, en un orden que es solo mío y que yo sola entiendo. O no…
Busco explicaciones, razones, motivos y respuestas para darle lógica a este estado. Por momentos los encuentro y me siento plena, como si la vida se vistiera a tono. Pero hace unos días perdí la brújula, alguien se metió a mi vestidor, desparramó todo en el piso, se mezclaron los colores y les juro que esto está resultando en un atuendo de lo más impactante. Una mezcla rara, una asociación ilícita de cosas que yo no recuerdo haber colgado de ninguna percha.
Intento relajarme y me repito que todo está bien, que todo es perfecto así como es, incluida yo misma, pero no es consuelo y tampoco me relaja.
Tal parece que la filosofía no sirve, no llena, no explica, no es real, porque la vida siempre se escribe desde cero, porque no hay un libreto y menos un manual.
Entiendo que lo que hay es apenas un esbozo borroneado e ilegible de distintas voces que en algún punto me resuenan, pero que al final no dibujan absolutamente nada.
La verdad es que en este momento no sé si estoy asustada, sorprendida o ambas cosas al mismo tiempo.
Me abstraigo, salgo de mi metro cuadrado para verme y no hay palabras, es como que todo es una perfecta “insustancia”.
Entonces me siento al borde del camino, al lado mío, me abrazo, no me digo nada, no hace falta enfurecerme, ni siquiera me miro, solo me abrazo en esta carretera vacía, mientras el silencio, majestuoso y eterno, me tararea al oído una melodía que habla de lo incierta que es la vida.
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