Hoy es un día de esos en los que al llegar a casa siento que
entre las mil espontaneidades que hubieron algo importante quedó por ahí
traspapelado y me llama a encontrarlo.
Cuando me pasa esto mi historia indica que los tacos,
igual que la ropa, tienen que volar y que yo tengo que enfrentarme, desnuda, al
reflejo que me devuelve el espejo.
Y esto fue lo que literalmente hice. Dejé los tacos en el
cajón y una a una me fui sacando de encima las horas del día.
Grande fue mi sorpresa cuando al mirarme desvestida nacieron
de mi alma dos palabras, como si no fuera yo la que me hablaba, y que obraron
la magia de mostrarme eso que me llamaba.
Jamás voy a olvidar aquella “mi cara”, ni ese par de “mis
ojos”, ni esas dos “mis palabras” que sonaron tan pero tan categóricas que
detuvieron para siempre cualquier impulso de volver a abrir la boca.
Me llevó muchos años entender que no sólo no hay manera
de explicar lo inexplicable, sino que no estoy loca.
Hoy, después de este maravilloso día de puras
espontaneidades lo único que puedo decir con convencimiento inexpugnable es que
“ya entendí” era todo lo que mis oídos necesitaban escucharme decir.
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