Siempre pongo en palabras lo que siento, y esta vez no es
la excepción, pero esta vez lo que siento es diferente y lo que me pasa frente
a lo que siento me sorprende.
Mis manos están frías igual que el café, no llevo puestos
los tacos y en el cenicero descansa el segundo cigarrillo que recién acabo de
prender.
Afuera hay quietud, paz, sol y silencio. Adentro, y para
mi asombro, igual.
Lo que estoy sintiendo en estos últimos tiempos pasa por
mis tripas y se dibujó en un instante y como una intriga, en una sonrisa tranquila
que nunca había visto en mí misma.
Algo sacudió mi
alma, algún viento trasnochado hizo que se me volaran anquilosados sustratos que
estaban amarrados en los más recónditos rincones de mi carne y el golpe, lejos
de descolocarme, no hizo más que despertarme.
La atención, antes puesta afuera, giró para enfrentarme y
su mirada tranquila barrió todos los lastres que dormida yo no veía.
Partieron en estas horas tantas condenas como estrellas y
se fueron también la incomodidad de la expectativa ajena, el temor que los
cambios generan y el adoctrinamiento que yo creía que era correcto darle al
resto.
En el camino recorrido quedan tendidos los cuerpos de mis
miedos, de mis juicios, de mis largas justificaciones, de mis eternas
explicaciones, de mis inamovibles razones.
También quedó por ahí esa caja de Pandora llena de
nombres y caras, los fantasmas, los silencios, la bronca acumulada y ese
aguantar con los dientes apretados porque ya va a pasar.
Sé que acá no termina y que faltará más, pero tengo
espalda para capear el temporal y sé que la vida no me va a dar bocado que no
pueda tragar.
Hoy estoy mirándome embelesada. Tuve que pasar por un
millón de situaciones para al fin encontrarme y la mujer que ahora veo no es la
misma de antes.
Y si tengo que poner en perspectiva lo que me pasó hace
unas horas diría que esa sonrisa me la regaló la vida para que me despertara y
me riera de mí misma.