Me he cuestionado la vuelta casi tanto como me he
cuestionado a mí misma, al punto de dudar, si es que cabe la palabra, de todo
lo que he hecho hasta acá.
Pero heme aquí y ahora, nadando en absoluto silencio entre
extrañezas diversas, observando algunas cosas que traen los casi 50, con la
caja de Pandora toda abierta, con las manos sobre el teclado y con dios y con
el diablo sentados a mi lado.
A esta altura entendí que mis letras son mi catarsis, mi
cable a tierra, en definitiva el bálsamo con el que se me hacen más fáciles de
digerir algunas cuestiones cuando decido tragarlas para no seguirlas mascando porque
no son hojas de tabaco.
Cuando hace unos meses dejé de escribir no supe que se me
iba a apagar el fuego del alma, pero me encontraba en un cruce de calles
haciendo malabares con más pelotas que demasiadas y menos que poca lucidez para
mantenerlas en el aire, razón más que suficiente para tomar distancia antes de
que alguna me matara.
Y así, en franca retirada pasé este tiempo. Desfilando en
cámara lenta frente a los espejos de mí misma sin la seguridad que me dieron
siempre las letras, sin armas, sin máscaras, sin personaje, sin tacos, sin
maquillaje y desnuda como nunca.
Hubieron en estos meses igual cantidad de decisiones que de
revisiones y tantos o más silencios que explicaciones. Aprendí a hacerme
transparente para que mi presencia no sobrara y me desconecté del afuera para limpiar
la sangre de mis venas.
Vi algunas cosas que me hicieron sonreír en secreto y
también me "anoticié" de otras que no me hicieron gracia ni de lejos. Algo así
como una mezcla de virtudes y defectos, de caminos truncados, de objetivos
desempolvados, de pasos acertados, de brechas difíciles de saltar, de cambios, de
honestidades brutales que hubiera preferido no escuchar y porqué no de algún “sincericidio”
que no me mató de casualidad.
La verdad es que he estado ocupada cosechando una siembra
a la que no sólo no voy a adjetivar sino que en la espalda me la voy a echar
porque “esto es lo que hay”.
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