No sé porqué
me sigue persiguiendo este tema. Después de “Explicaciones” y “Sin explicaciones”,
este es el tercer relato que le dedico a este círculo casi vicioso que me
hociquea, obsecuente y obstinado, y me obliga a repasarlo una y otra vez, como
si fuera el único corsario que queda en pie en mi barco.
Cuando escribí
el primero sentí que estaba cansada de darlas y creí que hasta ahí llegaba. Poco
tiempo después y al releerlo, me di cuenta de que a pesar del cansancio seguía
dándolas, algo así como que no había llegado a eso de “estar harta de estar
harta”.
Quiero creer
que tiene que ver con no haber puesto aun totalmente en marcha el “estar sin
estar” o el formar parte del mundo pero no pertenecer.
A colación de
esto mucho tiene que ver el “no esfuerzo” del silencio, el poder que tiene la
ausencia de palabras y el camino que esta ausencia le abre a todos los otros
sentidos.
Hablar
envicia, atonta y ciega. Cuando uno habla se reduce casi a la nada la capacidad
de sentir y de percibir al otro y a cuanto nos rodea. Por el contrario, el
silencio nos regala todo lo que no le pertenece al habla y gentilmente anula el
pensamiento, permitiéndonos interpretar casi en su totalidad lo que se esconde
entrelíneas y también lo que nos da la vida.
Muchas veces
uno siente la necesidad de llenar el vacío que produce el silencio por creerlo
incómodo, cuando en realidad lo que incomoda es estar con uno mismo y es allí
en donde inmediatamente la mente pone en marcha la maquinaria de la lengua, alejándonos
de nosotros y restando miles de horas que están contadas desde que nacemos,
sólo por ocuparnos del resto o lo que es peor aún, para justificar y darle sustancia
a todo cuanto hacemos.
En suma, insisto
en que las explicaciones huelgan y que urge el silencio pero también debo decir
que gracias a ellas va saliendo todo esto.