Un ronroneo persistente y molestoso
zumba entre mi ropa al punto ya de convertirse en acoso. Se me ocurre que fui
inocente al creer que restándole importancia lo iba a olvidar, pero obviamente
no fue el camino que debí tomar.
No lo sabía, juro que estaba convencida
de que si no persistía, esta sutil pero constante molestia al fin moriría.
Bueno, no fue así, aunque en algún momento lo creí.
Debo decir que si miro esto con
detenimiento no es de mayor importancia pero he de ser sincera y decir que me
hace incómodo el andar e incluso se da el gusto de quitarme la sonrisa y
aplastarme contra el suelo como si fuera una insignificante hormiga.
Dos intentos han ido a dar a la basura,
el primero fue compartido y el segundo sólo mío y ambos resultados llevan el
sello de fallido.
Le he dado más vueltas a esto que a la
calesita de mi vida y sigue sin aparecer el brazo estirado que hace jueguitos
con la sortija.
La opción de las palabras y luego la de
olvidarlas son cartas que ya no forman parte de la jugada y no existe la
posibilidad ni remota de la suerte en esta baraja.
(Sigo sin hallar la respuesta,
pero la noche se pinta negra
y eso es signo de que la aurora está cerca.)
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