Hace mucho y a
desgano caí en la cuenta de que está todo inventado. Que me miran de soslayo
sustantivos ya hallados y adjetivos que tratan de pintar aquello que no va a
ser posible de “adjetivar” ni en un millón de años.
Giran a
destiempo en mi cabeza piezas de un gran rompecabezas. Hay papeles en la
alfombra, palabras que sobran, garabatos en el aire y entre mis pasos y mis
manos el más difícil y arduo trabajo yace plácido entre volutas de cigarro.
Entre
condicionales rimamos y arrimamos. Ella y yo. Otros aparecen a veces, aunque nosotras, siempre, no entendamos eso
de escribir desde la abstracción.
Tiempos, tiempo,
alejamiento. A las rápidas, una pensada, imaginada, sentida, apenas esbozada, pero
cierta y nítida definición aparece dibujada.
Es que la historia
nunca termina, se recicla. Se desnuda, se esconde, viaja oscura, se confunde,
nos derrumba en la penumbra, aparece en la esquina y desanima. Porque si miro la
vida me la pierdo y si la escribo se escurre entre mis dedos como el tiempo. Pero
está acá, justo acá, en este mismo lugar y es lo que hay.
Cada minuto
que pasa es una anécdota en la espalda, una brasa que se apaga, la magia
solapada de la realidad inventada y un chiste único que sucede y precede en sólo un infinitesimal
segundo a la última carcajada.