Cuando sentada
en la cocina de mi casa aquel diez de junio, decidí darle al “antes” un final, me
dispuse a revisar todo lo que “prolijamente olvidado” había guardado ni yo sé a
qué destino destinado.
De muchas de
esas cosas me desprendí sin más trámite que un “ya fue”, pero con otras dudé y
hete aquí que mientras la pila de lo que se iba crecía, la de lo que se quedaba
no se achicaba, hasta que llegó el momento en donde no había más “lo que se iba”
y no tuve más remedio que enfrentarme con la que se quedaba. Parada en la
cocina reconocí que estaba en un atolladero y que más vueltas no iban a
resolverlo.
Nada mejor
para estos casos que la contundente y certera bala entre los ojos de mi hijo
mayor, a quien recurrí explicándole en
un par de palabras lo que me pasaba. Su contestación fue concluyente: “Dáselas
al fuego, son tus cosas, a vos te corresponde el entierro.”
Entonces me
senté frente a la chimenea, íntima y serena, y en reverente ritual convertí en
cenizas todo aquello que había acumulado durante años. Se fueron entre lenguas
de fuego desde dibujos de mi infancia hasta fotos y cartas, partieron citas y
poesías que con paciencia y hermosa letra había escrito en tinta china y
cuadernos repletos de lágrimas y penas. En polvo gris se convirtieron libros
enteros, sobres con recortes, lápices de colores, agendas obsoletas, cestas, flores
secas, música, nombres, muchas caras y algunas viejas cuentas.
Entendí durante
el fuego que no necesitaba una muñeca para recordar a mi padre, ni la fotocopia
de una mano para pensar en mi hermano, ni un chupete rosa para sonreírle a mi
hija, ni un dibujo de líneas rectas y colores para sentir a mi madre, ni un te
amo dibujado para mirar a mi hijo menor y menos un gancho celeste para volver a
parir al mayor.
Solo sé dos
cosas con seguridad: una es que voy a morir y la otra es que adentro mío hay
cuarenta y seis años que no puedo volver a tocar y que, intransferibles, son imposibles
de olvidar.