Un día como hoy, hace cinco años y con el último pedacito de voluntad y amor propio que me quedaba, me fui de donde estaba.
Anoche, cigarros de por medio en la ventana, pensaba en esa última cena, en el insulto, en la vuelta a casa, en el momento en el que me levanté de la cama, me fui al living y me senté con un vaso de agua y las cortinas cerradas a mirar hasta las cuatro de la mañana la exacta nada, mientras en mi cabeza caía la última ficha de la última jugada.
Unos días después me fui, pero la puerta quedó entreabierta durante casi un año, tal vez porque me negaba a entender que podía seguir amando a alguien que no quería ver nunca más en mi vida de tanto que me había lastimado.
Fue duro verme destruida como nunca antes, a ese nivel, y tengo que reconocer que, aun hoy, sigo encontrando nefastos pedacitos de situaciones, de frases y de miradas, como quien encuentra bajo un mueble pedacitos de vidrio después de años de haber estallado el vaso.
Como digo siempre, estoy lejos de agradecer ni una sola milésima de segundo ese infierno, así como tampoco voy a decir que esto me pasó porque tenía que aprender algo. No señores, no aprendí nada y no hay que pueda extraer y usar como enseñanza. La pasé mal mientras y la pasé mal después.
Hoy estoy en paz, sola, tranquila y sana y, sin lugar a dudas, volví a ser yo misma.
No me arrepiento de nada de lo que hice hasta ahora, yo elegí, y como todas las elecciones en la vida, las consecuencias eran desconocidas, y a medida que fueron pasando, las viví, hasta que un día decidí elegir otra cosa. Ese es el nivel de simpleza.
Es inevitable el análisis, por eso este relato, este exorcismo con la hoja en blanco, este encuentro conmigo misma cada vez que mis manos tocan el teclado, este mirarme en el espejo y entender que mi hermosa esencia no fue destruida, solo se escondió de tanto dolor y esperó, pacientemente, que la tormenta pasara y volviera a salir el sol.
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