Hoy se me ocurrió que para los dolores del cuerpo hay mil
soluciones pero para los del alma no hay remedio alguno en las farmacias.
También he dicho que ni más millones de los que pueda
contar surtirían el efecto mágico de evaporar lo que siento o de hacer
desaparecer lo que veo. Hasta podría decir que los miraría con el mismo
desconcierto que mira un libro un analfabeto.
Y es que la vida duele cuando se hace carne en el alma,
cuando de la ignorancia uno pasa a “darse cuenta” de que ella es toda miradas
risueñas, recodos y una infinita sorpresa de imperceptibles modos.
Alguna vez la comparé con el agua del río y siento que no
me equivoqué. Fluir con ella ha sido y es maravilloso, aunque debo reconocerle
la fuerza cuando las veces que le hice frente como una roca obstinada y para
hacerla caber en mis planes quise desviarla, ella me fue desgastando hasta
convertirme en un espeso y frustrado fango en donde sin remedio se hundieron
las ruedas de mi carro.
Por eso sé que no hay nada más duro que el viaje hacia
adentro, no existe dolor en el cuerpo capaz de superar el desgarro interno y
para calmarlo no hay remedio ni placebo en todo el universo, sólo la conciencia
de saberse lágrima y diluirse en su océano.