Cuando el
invierno llega a su ocaso y escondidos entre las hojas muertas aparecen los primeros
brotes de la primavera, el instinto animal que llevo dentro asoma tímido y se
despereza, disparando mi alerta. Año a año, entre octubre y marzo y con una
cadencia que raya la obsecuencia, olisqueo el aire y mi esencia se altera.
Es como si la
estación de las flores fuera el anuncio de algún cataclismo personal e
inevitable que hace que sienta bajo mis pies, cómo tiembla el corazón de la
tierra. Así de certera se me presenta.
Pero marzo está
llegando y después de haber parido aciertos y desconciertos hasta quedar sin
aliento, lenta se acerca, como un bálsamo fresco, la estación de las hojas
vueltas a su entierro y de las largas noches de reflexión y silencio en donde
en paz vuelvo a mi alma y dócil, me entrego.
Ya sosegada acepto
que no hay retorno posible y mis dedos se empiezan a mover más tranquilos, como
más tranquila voy despertando a lo que siento. Es que después de cada tormenta
la calma es lo único cierto, como cierto es que al quedarme quieta, y cual si
fuera una fotografía, la vida no sólo me muestra una a una las famosas
consecuencias sino también el contrapunto o si se quiere: La ironía sutil que equilibra
esta cadencia.