Todavía
estamos en febrero, pero llueve y hace frío. No es mi hora de escribir pero
estuve leyendo algunas de mis letras y mis dedos se pusieron en alerta. En la
mesa descansan el cenicero lleno de colillas y la taza de café, y mi hijo me dijo
antes de salir que había demasiado silencio. Nunca es demasiado le contesté,
como nunca es demasiado el café.
Se me ocurrió
después de leer y no sé porqué, que tenía que explicar un montón de cosas, pero
sonó justo el timbre y al levantarme pensé ¿explicar qué? aquel que me conoce,
sabe, y el que no, por más que le explique no va a saber.
También tuve
el impulso de borrar algunos de los relatos, pero ellos forman parte de mis “bagallos”
y cuando los toqué retrocedí al momento en el que los escribí, a las piernas
cruzadas, a la bata o a las manos frías, a si estaba maquillada o a cara lavada,
tranquila o alterada y a todas y cada una de las noches abrigadas en que fueron
concebidos y paridos como hijos de mi alma.
Debo reconocer
que sonreí ante mi reflejo y que, gracias al cultivo esmerado del precioso don
de la paciencia, carezco del defecto de la reacción por arrebato, porque de
otra manera hoy sería cenizas y no estaría escribiendo esto.
Creo que es
por eso que a simple vista parezco lerda, detenida, haciendo nada, como si
estuviera posada en alguna nube de un cielo sin alas, pero aprendí a no
cuestionármelo y dejé de intentar explicarlo porque aunque para mí sea claro,
para el resto es raro y no entenderían que se trata de un simple desencuentro
de universos.
Y entre todos
estos desvaríos y la música de la lluvia en el tejado se me ocurrió dejar de
lado algunas cosas irresueltas y me he invitado a mirarlas y a esperar a que se
caigan de la mesa.
Tal vez ahora salga
de casa despeinada y con la ropa manchada y me olvide el cigarrillo prendido o
el auto abierto. Quizás ordene los papeles acumulados en ese cajón que se hizo demasiado
chico o corte para siempre los hilos que me unen todavía a personajes sin tino.
Por ahí decido
correrme de lugar y hasta me arriesgo a entregar una de las riendas y no
contesto el teléfono y me voy a caminar mi locura con las medias puestas y
desprendida de todo, para olvidar la historia y cerrarle los ojos al destino.
Me regalo este
momento, me pongo un moño en el pelo, me pinto las uñas de negro, me lleno de
anillos los dedos, descruzo las piernas, tomo el último sorbo de café, cierro
las cortinas, prendo el séptimo cigarrillo del relato, entra mi hijo, me da un
beso, un “te amo” rompe el silencio, es sábado, son las cuatro y cuarto de la
tarde, apago la máquina un rato, dejo la “lógica” irresuelta sobre la mesa y me
olvido la puerta abierta.
(tal vez a la noche cuando llegue la encuentre desierta)