Ya es media tarde y no hay café sobre la mesa, pero el
silencio se instala, como siempre, cuando poso las manos sobre el teclado y
la inspiración se sienta a mi lado.
Hace tiempo que mis dedos no hacen el baile de la
catarsis, pero sólo porque estuve lejos de las teorías y cerca como nunca de mí
misma.
Este cerca de mí misma tiene que ver con haber dado
vuelta por completo la forma en que estaba percibiendo e interpretando mi
historia.
Nada de esto fue casual, sé que este camino lo hice con
consciencia y paso a paso hasta que hace unos meses, de madrugada y sentada en
la vereda de otra ciudad, escribí la última palabra del último renglón que me
quedaba y di vuelta la página.
En esa vereda supe que estaba presa de arraigados juicios
y que cada justificación que ponía mi mente intensificaba mi ceguera. Cansada
ya de tanto juego inútil que nunca iba a ganar, dejé de darle identidad a toda
elucubración mental y esperé que la vida, que se había mantenido aparte
mientras yo peleaba porque mi verdad fuera la única, me mostrara.
Pasadas ya las tres de la mañana y cuando al fin, muerta
de frío me paré, el panorama era hasta tal punto otro que la madrugada parecía
soleada y yo otra mujer.